¿Puede el género de la música verbenera reinventarse a sí mismo? ¿Puede una orquesta popular hacer que una caterva de jóvenes sedientos de rock y desenfreno acaben en primera fila agitando los puños como si en el escenario fueran los Rolling los que estuvieran haciendo sonar el acordeón? ¿Hay todavía lugar en el mundo de lo moderno y lo cool para Paquito el chocolatero?
La respuesta, musicólogos del mundo, es sí sí sí. La respuesta es la Trouppe de la Mercè. Y con tan espectacular descubrimiento arranca este blog, porque el mundo debe conocer: la indie-verbena existe: nosotros estuvimos allí.
La respuesta, musicólogos del mundo, es sí sí sí. La respuesta es la Trouppe de la Mercè. Y con tan espectacular descubrimiento arranca este blog, porque el mundo debe conocer: la indie-verbena existe: nosotros estuvimos allí.
La cosa sucedió el pasado sábado 12 de julio, en la singular localidad de Morille, Salamanca, en el contexto del aún más singular “Pán” festival de poesía y artes en el medio rural (véase también “Amanece que no es poco”, o los capítulos surrealistas del Gañán en la Hora Chanante; pero en fin, es una larga historia).
A eso de las once se subían al escenario seis tipos trajeados y una tipa a lo folclórico (ya apuntaban maneras sus mallas con volantes y chapita roja brillante en la pechera), guitarra, batería, bajo, flauta, timbales, acordeón y voces. A las once y cinco la gente del pueblo estaba sentada ordenadamente en sus sillas y sonaban los primeros acordes del primer chotis. A las once y diez ya la mitad de los asistentes se habían buscado pareja y bailaban como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
Era el principio de una larga noche de verbeneo y fiesta, una escena típica, puede pensarse, de esas que se repiten en las noches de verano a lo largo y ancho de nuestra geografía llena de pueblos. ¿O no tan típica?
Pronto empezamos a sospechar, los amantes de lo folclórico y lo popular entre los que me incluyo, que aquello era distinto. Había un punto de originalidad inconcebible, un no sé qué, tres niños bailando a lo yeyé en una esquina, veinte jóvenes girando a lo punk, otras tantas gentes maduras y emparejadas agarrándose las carnes, dos viejos muy viejos sentados con su callao y su boina y la mirada puesta en el infinito, en fin, un público que más ecléctico no podía ser, allí conviviendo y conbailando como si tal cosa. Y la canciones nos sonaban, es cierto, pero no eran las de siempre. ”La bamba”, interpretada con un ligero toque flamenco, se transformaba de pronto en el “que viva España”, y luego Manolo Escobar daba paso a la Edith Piaf (que en paz descanse y no levante la cabeza) de la “Vie en Rose” a ritmo de zarzuela, y uno se quería poner a bailar el pasodoble pero era una rumba, y rescataba la banda a Imperio Argentina y su “échale guindas al pavo”, pero la voz era de ranchera mejicana, y así una detrás de otra, y los músicos, que encima eran buenos de verdad, partiéndose con disimulo la caja al ver que aún no sabíamos lo que quedaba por venir.
Porque la noche transcurría así, en el delgado filo que separa lo típico de lo friqui, cuando fue invitado a subir al escenario un hombre con cara de sabio curtido por la vida; él y su sartén de mango de metro y medio y sus dos cucharas de metal. Sí, señores, el “spoon man” del que cantaban los SoundGarden (como bien apuntó uno de los de Basurama). Y con el nuevo instrumento incorporado, otra canción y otro baile, y a partir de ahí la cosa fue un no parar de sucesos insólitos y revelaciones místicas.
A eso de las once se subían al escenario seis tipos trajeados y una tipa a lo folclórico (ya apuntaban maneras sus mallas con volantes y chapita roja brillante en la pechera), guitarra, batería, bajo, flauta, timbales, acordeón y voces. A las once y cinco la gente del pueblo estaba sentada ordenadamente en sus sillas y sonaban los primeros acordes del primer chotis. A las once y diez ya la mitad de los asistentes se habían buscado pareja y bailaban como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
Era el principio de una larga noche de verbeneo y fiesta, una escena típica, puede pensarse, de esas que se repiten en las noches de verano a lo largo y ancho de nuestra geografía llena de pueblos. ¿O no tan típica?
Pronto empezamos a sospechar, los amantes de lo folclórico y lo popular entre los que me incluyo, que aquello era distinto. Había un punto de originalidad inconcebible, un no sé qué, tres niños bailando a lo yeyé en una esquina, veinte jóvenes girando a lo punk, otras tantas gentes maduras y emparejadas agarrándose las carnes, dos viejos muy viejos sentados con su callao y su boina y la mirada puesta en el infinito, en fin, un público que más ecléctico no podía ser, allí conviviendo y conbailando como si tal cosa. Y la canciones nos sonaban, es cierto, pero no eran las de siempre. ”La bamba”, interpretada con un ligero toque flamenco, se transformaba de pronto en el “que viva España”, y luego Manolo Escobar daba paso a la Edith Piaf (que en paz descanse y no levante la cabeza) de la “Vie en Rose” a ritmo de zarzuela, y uno se quería poner a bailar el pasodoble pero era una rumba, y rescataba la banda a Imperio Argentina y su “échale guindas al pavo”, pero la voz era de ranchera mejicana, y así una detrás de otra, y los músicos, que encima eran buenos de verdad, partiéndose con disimulo la caja al ver que aún no sabíamos lo que quedaba por venir.
Porque la noche transcurría así, en el delgado filo que separa lo típico de lo friqui, cuando fue invitado a subir al escenario un hombre con cara de sabio curtido por la vida; él y su sartén de mango de metro y medio y sus dos cucharas de metal. Sí, señores, el “spoon man” del que cantaban los SoundGarden (como bien apuntó uno de los de Basurama). Y con el nuevo instrumento incorporado, otra canción y otro baile, y a partir de ahí la cosa fue un no parar de sucesos insólitos y revelaciones místicas.
¿Por qué en la última canción acabaron los músicos sin pantalones? Porque en realidad, y el público lo vio claro, esos tíos eran todos unos rockers, unos hardcore rockers camuflados de orquesta de verbena. Todo se explicaba, todo tenía sentido, todo era maravilloso, y se alzaron los puños, los porros, las boinas y las muletas, y se pidieron en colectivo los reglamentarios bises. Y con los bises vino la guinda final: “La vida es una tómbola”, versión “diga usted la palabra esdrújula que más le guste”.
La flamante vocalista consiguió que dejáramos de bailar por un momento para poder escuchar la letra que Marisol jamás pudo imaginar:
“La vida es una vértebra (tom-tom-tómbola...) / la vida es una rúcula / la vida es una pústula / la vida es una báscula (de luz y de colooooor) / y todos en la mácula (tom-tom-tómbola) / y todos en la drácula / y todos en la rótula / hacemos el amooooooor”.
Y etcétera.
Y así, a las tres y pico de la mañana, concluía la noche en la que fue descubierto el género de la Indie-Verbena, y yo me juré no descansar hasta ver a La Trouppe de la Mercè de cabeza de cartel en el FIB, o el Summercase, o en los Monegros. Quede esta crónica como testimonio.
Jóvenes del mundo, reivindicad la verbena; verbenas del mundo, contratad a la Trouppe de la Mercè.
(Fotografías de Jesús García Hernández:
fot. 1: Miguelón como Maja Desnuda; fot. 2: "spoon man"; fot. 3: La Troupe de la Mercè)
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